El cambio inminente de mi vida, siempre hay cambios pero este fue crucial ya que no es cualquier cosa mudarse de país. Fue el día de mi cumpleaños cayó un jueves. Me levanté temprano, como siempre, para mis rezos y meditaciones. Preparé el desayuno y las loncheras para mis hijos, y salimos rumbo al colegio. Al regresar, decidí darme un pequeño lujo: bajar al parque para hacer ejercicio y luego buscar mi pastel favorito en la mejor pastelería de Caracas.
Las invitaciones y celebraciones no se hicieron esperar. Dos amigas me invitaron a desayunar y almorzar. Pasamos horas riendo y disfrutando de la compañía. Pero cuando una de ellas iba a dejarme en casa, su carro se descompuso. En medio de los nervios, empecé a sentirme mal, sin saber si era por el estrés o algo más.
El malestar fue creciendo. A pesar de las invitaciones, me sentía cada vez peor. Era como si me estuviera desdoblando, con dificultad para respirar, tragar, comer y hablar. Todos querían pasar tiempo conmigo en mi cumpleaños, como si presintieran que sería el último.
El día continuó con un dolor insoportable. Mis hijos me esperaban para cantar “Cumpleaños Feliz” y comer pastel, pero no pude disfrutarlo. Mi estómago estaba hinchado, me costaba sentarme y respirar. Intenté dormir, pero el teléfono no paraba de sonar con felicitaciones. A las 2 de la madrugada, me ahogué con mi propia saliva. Desesperada, llamé a una amiga médica, quien me citó de urgencia.
En la consulta, no encontraron nada evidente. Me recetaron medicación por protocolo COVID y me enviaron a casa. Pero el malestar persistía. El dolor en mi cuello era insoportable. Finalmente, mi amiga médica me examinó más a fondo y descubrió un absceso en mi garganta.
Sin seguro médico, mi amiga decidió drenar el absceso en su consultorio. Aplicó anestesia local y comenzó el procedimiento. El dolor era tan intenso que no podía gritar. Las lágrimas rodaban por mis mejillas mientras mi hija me sostenía la mano, llorando conmigo. Cuando terminó, me recetó antibióticos escasos y costosos, que tuve que buscar desesperadamente en las farmacias.
Aquellos días que debían ser de playa y sol se convirtieron en días de cama y recuperación. Fue una experiencia cercana a la muerte que me hizo reflexionar sobre mi futuro y el de mis hijos en Venezuela. Decidí enfocarme en mi mente, corazón y espiritualidad para encontrar un camino mejor para nosotros, aunque eso significara dejar atrás mi hogar y seres queridos. La lucha por la salud y la supervivencia se volvió mi prioridad, y mi cumpleaños se convirtió en un punto de inflexión en mi vida.
Cambio de rumbo, despedida del mar.
Pasaron meses desde que decidí despedirme del mar. Nada como el mar de mi tierra, con sus múltiples tonos de azul, su temperatura perfecta para bañarse en cualquier momento del día y sus arenas suaves y blancas. Una prima, una persona fundamental en mi vida, nos regaló un fin de semana en la playa. La emoción nos invadió, y nos levantamos temprano para aprovechar al máximo cada segundo.
El viaje hacia el litoral central de Venezuela, en el estado La Guaira, comenzó lleno de expectativas. Pero entonces, el carro empezó a fallar. La biela del motor se partió, y el aceite se derramó por todas las juntas, dejando el motor como una melaza. Llegamos a la playa casi al mediodía y, desilusionados, regresamos a Caracas en grúa. Lloré durante horas.
La venta del carro estaba destinada a comprar los pasajes para salir del país, pero las rutas Caracas-Madrid estaban canceladas. Sentí que mi sueño se escapaba de mis manos. Vendimos más cosas de casa, estábamos en la mitad de todo. El vía crucis había comenzado.
Pedí presupuestos para arreglar el vehículo, y la comunidad se unió para ayudarnos. Un amigo de Alemania pagó gran parte de la reparación, incluyendo los repuestos. Pero el mecánico tardó más de un mes en arreglarlo. Los días pasaban, vendíamos más cosas y no encontrábamos solución. Cada noche dormía menos.
Los eventos de mis hijos con sus orquestas se sucedían, y pedíamos favores. Aunque en silencio, disfrutábamos de la compañía de amigos. Mis hijos se despedían de sus amigos y de los instrumentos de sus orquestas, al igual que yo.
La recta final
Finalmente, el carro encendió un martes a las 10 de la noche. El viernes se vendió, y mi hija pagó los pasajes. El sábado, tocaba orquesta todo el día, y el domingo, finalmente, fuimos al mar. Disfrutamos de un día maravilloso, incluso montando motos de agua.
Pero el domingo por la noche, mientras hacíamos las maletas, no había tiempo para dormir. Todo era llorar. Toda una vida reducida a 9 maletas. Queríamos llevarlo todo y a la vez nada. Cada vez teníamos que soltar.
El lunes, mi hijo tenía un concierto, y ahí se despidió. El martes de madrugada, dejamos atrás la casa que fue mi hogar durante toda la vida. La casa donde fui inmensamente feliz, donde mis padres forjaron su camino cuando llegaron a Venezuela. Poco a poco, todo lo que en un momento fue mío se perdió de vista.